“Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para qué nos haga más felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos tener son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro”.

El fragmento con el que he decidido comenzar esta serie de cartas de amor a la literatura y a los valores infinitos que condensa, Libros, libres,  pertenece a una epístola que escribió Franz Kafka (18831924) a los veinte años, cuando aún no era K. O quizá ya lo era, quién sabe. ¿Cuándo una persona empieza a ser lo que ya nunca dejará de ser?

La razón por la que lo he escogido para comenzar es porque me preocupa la tendencia social cada vez más creciente a leer para “confirmar” lo que se cree, se siente, se piensa. Se tiende a elegir leer los periódicos, y dentro de estos las secciones, las firmas, las columnas, que “confirman” nuestras ideas, sin ni siquiera haber analizado de dónde provienen y qué las mantienen ahí, pues acaso descubramos que proceden de nuestra tradición familiar y de la posición ideológica que ocupa en la sociedad, o tal vez de algo que hayamos escuchado o conversado con unos amigos. Y, sin embargo, como son nuestras ideas parece que no hay modo de romper con ellas.

¿Quiénes se atreven a leer para romper el mar de sus convicciones? ¿Cómo podemos saber que están bien fundadas nuestras creencias y no son meros prejuicios de la sociedad y de la época en que vivimos? Recuerdo el miedo que me suscitaba leer a Nietzsche, a Cioran y luego… Tenía miedo a que después de leerlos no pudiera relacionarme con mi familia, con mi pareja y mis amigos como hasta entonces lo había hecho.

Ahora no puedo leer a Nietzsche sin escuchar al fondo una celebración de la vida; no puedo leer a Cioran sin una sonrisa en los ojos, pues todo su pesimismo nihilista que lo lleva a filosofar acerca del inconveniente de haber nacido o del suicidio como un nirvana que nos libera, se invierte con su ironía y sentido del humor, que afirma esa botella de la vida completamente vacía.

Vivimos tiempos en los que cualquiera se ofende con cualquier mensaje que defienda algo diferente a lo que cree, siente o piensa el lector. A pesar de que esto es lo más natural del mundo, ya que como decía Montaigne, “no hay cualidad más universal que la diversidad”. Sin duda esta actitud cosmopaleta ante la lectura, el arte y, en general, lo otro, restringe y daña gravemente valores esenciales para el desarrollo de los seres humanos, de la convivencia y de la de la democracia, como la tolerancia y la libertad de expresión.

Hemos pasado de un extremo a otro: de confundir la tolerancia con permitir casi todo a esperar que el periodismo, la literatura o el arte no puedan tocarnos, alterarnos, provocarnos, sacudirnos, ofendernos. Ambos extremos son peligrosos. Pues, salvo que se posea una voluntad educada, que no acostumbra a ser lo más extendido, permitir casi todo fomenta, no la tolerancia, sino la intolerancia del mal consentido.

Del mismo modo, evitar el pluralismo ideológico, no aceptar críticas, rechazar las discrepancias o la confrontación dialéctica es sumamente perjudicial para el cuerpo de una persona y de una sociedad. Me atrevería a decir que es letal. Introduce un veneno mortal que impide el crecimiento de la cultura y de los individuos.

Como declaraba George Steiner en “La cultura y lo humano”: “Leer bien significa arriesgarse mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad (…) otra presencia está introduciéndose en nuestra persona y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansía un brusco despertar. Así debiera ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un lapso de tiempo, nos tengamos miedo (…) Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo puede ser capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”.

En efecto, no hay identidad sin alteridad. No podemos llegar a ser nosotros sin la presencia de los otros, no podemos adquirir humanidad sin el concurso y el diálogo con los otros, que implica pugna y oposición, puesto que no van a tener las mismas creencias y pensamientos… afortunadamente.

Gracias a ello podemos aprender, incorporarlas si son convenientes, enriquecernos. Incluso desde una perspectiva psicoanalítica la identidad son nudos de filiaciones y adhesiones que hemos mantenido y mantenemos con personas, seres, ideas y cosas con las que nos hemos relacionado de forma especial a lo largo de nuestra vida, a veces de manera inconsciente.

Estas palabras de Kafka están en consonancia con la crítica de Kant a la ética de Aristóteles, una de las más influyentes de la historia de la filosofía. ¿Es la felicidad el fin de la vida humana? Acaso solo si esa felicidad es consciente y consecuente, responsable. Es la digna felicidad: merecer la felicidad por cómo nos comportamos, pero tal vez siempre haya motivos –la desdicha de seres queridos, la miseria de la humanidad– que nos impidan conquistarla. Aquí la conciencia de cada uno se soborna en mayor o menor medida dependiendo de cómo sea.

Podemos leer para dirigir hacia qué queremos pensar, leer para olvidarnos, leer para huir de ciertos infiernos, leer para evadirnos, leer para entretenernos, leer para imaginar lo que no existe, leer para habitar sueños, pero lo que no podemos dejar de hacer es leer para despertar, a riesgo de que queramos acabar con nosotros mismos, perecer.

Así como en la vida social, en la vida del ser humano surge a menudo el conflicto inevitable entre el placer, por un lado, y el sufrimiento por la toma de conciencia y el despertar del conocimiento, por otro. Debemos inclinarnos por esto último. A pesar de que algunos sostienen que la felicidad no estaba entre los planes del Creador (Freud), posiblemente tampoco podemos renunciar a ella. Pero los valores de la civilización están por encima de la felicidad. Y no hay civilización sin cultura, sin lectura, sin romper el mar congelado que llevamos dentro.

El mar de hielo (1824), de Caspar David Friedrich

«Libros, libres»
Sebastián Gámez Millán

Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981)

Licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Ejerce como profesor de esta disciplina en el IES “Valle del Azahar” (Cártama Estación). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara. Posee diez años de experiencia docente en centros públicos y concertados, en los que ha ejercido de tutor de diferentes grupos de Bachillerato y la ESO.

Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 90 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), y en breve aparecerá Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018). Ha colaborado con artículos en diez libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009).

Ha comisariado dos exposiciones de arte (La caverna de Platón y La torre de Montaigne), una de fotografía (Lugares comunes) y escrito para diferentes exposiciones de pintura.

Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Descubrir el Arte, Café Montaigne, Homonosapiens, Sur. Revista de Literatura, CASC, Culturamas…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cuatro premios de ensayo y varios de poesía, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) por Un viaje por el tiempo, ensayo que la editorial Renacimiento ha acordado publicar en otoño de 2018.