Como alguien que ha caído en manos de Eros, como un enamorado, “tengo que hablaros de ella”. Desde que la conocí algo en mi vida cambió. Y lo que cambió fue mi vida. Fue un descubrimiento similar al del contacto con la noche o con el mar: comencé a conocerme, y al ir conociéndola me fui conociendo como hasta entonces nunca lo había hecho. Y aquí sigo, recorriendo su piel interminable bajo la única ley del deseo. Quizá entenderéis ahora mejor por qué “tengo que hablaros de ella”.

Pero, ¿qué tiene ella que no tengan otras? Si no estuviera en manos de Eros tal vez la vería de otro modo, pero por suerte y/o por desgracia –cuándo se sabe eso–, uno ha caído en sus manos, de manera que no le queda otra que asistir, hechizado, a cómo “Amor mueve al sol y las estrellas”[1]. La célebre distinción establecida por Aristóteles en la Poética entre, por un lado, la poiesis (que podríamos traducir como tragedia y, en un sentido más amplio, creación) y, por otro, la Historia, quizá siga siendo válida para delimitar el objeto de estudio de la Historia de la Filosofía frente a otras disciplinas, frente a otros saberes.

“la función del poeta no es narrar lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, y lo posible, conforme a lo verosímil y lo necesario. Pues el historiador y el poeta no difieren por contar las cosas en verso o en prosa (pues es posible versificar las obras de Heródoto, y no sería menos historia en verso o sin él). La diferencia estriba en que uno narra lo que ha sucedido, y el otro lo que podría suceder. De ahí que la poesía sea más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía narra más bien lo general, mientras que la historia, lo particular”[2].

Por lo tanto, aquí no se trata tanto de conocer qué sucedió, cosa que sin duda posee su interés y conveniencia, como de conocer qué podría suceder conforme a lo verosímil y lo necesario. En este sentido, como advirtió Aristóteles, la filosofía se parece más a la literatura y a las artes que a la historia, puesto que es más universal o, como prefiero traducir en honor a la verdad, más universalizable.

Como reconocía honestamente el historiador Roger Chartier en su discurso de ingreso en el Collège de France y apertura de la cátedra “Escrito y cultura en la Europa moderna”: “Nuestra obligación ya no consiste en reconstruir la historia, tal como lo exigía un mundo dos veces en ruinas, sino en comprender mejor y aceptar que los historiadores ya no tienen hoy el monopolio de las representaciones del pasado. Las insurrecciones de la memoria, así como las seducciones de la ficción son firmes competidoras. La situación no es totalmente nueva. La diez obras de teatro históricas compuestas por Shakespeare y reunidas en el Folio de 1623 bajo la categoría de “histories”, poco acordes con la poética de Aristóteles, han conformado seguramente una historia de Inglaterra más fuerte y “verdadera” que la relatada por las crónicas en las que se inspiró el dramaturgo”[3].

A decir verdad, los historiadores nunca tuvieron el monopolio de las representaciones del pasado, puesto que, en todo tiempo, incluso antes de que naciera la historia como disciplina autónoma con Heródoto (484-425 a. C.) y Tucídides (¿460-396?  a. C.), fueron desafiados por las representaciones de los creadores. Nos preguntaremos acaso por qué. La razón, siguiendo a Aristóteles, no parece muy difícil. Mientras que el historiador por medio de sus investigaciones puede captar y representar lo que fue, el poeta a veces va más allá y capta y representa no sólo lo que fue, sino también lo que podría ser conforme a lo verosímil y lo necesario. De esta forma el poeta no sólo indaga e ilumina el pasado, sino al mismo tiempo el presente y el futuro.

Y esto es lo propio de la Historia de la Filosofía, porque no nos interesa el pasado en tanto pasado, el pasado momificado, sino el pasado que abre las puertas al presente a causa de ciertos acontecimientos del pasado que siguen actuando, condicionando, cuando no determinando el curso imprevisible de la historia en forma de huellas: son las costumbres, las prácticas, los valores y, por supuesto, los prejuicios que arrastramos por el hecho de ser seres históricos.

En otras palabras, no nos interesa tanto conocer a Platón por lo que hizo y lo que no hizo, en términos históricos, sino sobre todo por cómo concibió una filosofía para a través del conocimiento universal –epistéme, ciencia–, reformular y situar la ética, la política y la justicia en otro orden. Claro que nos interesa Descartes, padre del racionalismo moderno y gran matemático fundador de la física moderna, pero especialmente nos interesa por cómo nos enseña a dudar, puesto que no hay regeneración del saber, en cualquier disciplina, sin duda. Nos interesa Kant como paradigma del filósofo de la Ilustración, pero sobre todo nos interesa aquel que nos invita e incita a que abandonemos nuestra cómoda minoría de edad y nos atrevamos a hacer uso público de la razón a fin de que nos vayamos emancipando de tradiciones y supersticiones. Y por supuesto que nos interesa Nietzsche, con esa vida tan novelesca, pero especialmente nos interesa aquel que nos muestra la sinrazón de la razón, o sea, que la tradición occidental, apoyada en la razón apolínea, ha olvidado a la razón dionisíaca, sin la cual el ser humano camina mutilado. En otros términos, no nos interesa el pasado del pensamiento de estos filósofos, sino más bien los pensamientos que conectan y forjan el presente, los pensamientos que abren ventanas o puertas hacia el futuro.

En cierto modo esta es una de las interpretaciones que nos sugiere La Escuela de Atenas (1509-1510), de Rafael. El concepto de “Renacimiento”, período histórico que transcurre entre los siglos XV y XVI, y que supone un retorno a los valores clásicos grecolatinos, no fue acuñado hasta 1854 por el historiador J. Michelet. Pero Rafael representa en este extraordinario fresco no sólo la antigua Escuela de Atenas, cuyo esplendor residía en la búsqueda del saber y el conocimiento, con Pitágoras a la izquierda y Euclides a la derecha, y Platón y Aristóteles en el centro, hacia donde se inclina el punto de fuga. La pintura, que es muda, tiene que aprender a hablar con el lenguaje corporal. Rafael sintetiza admirablemente la filosofía de Platón y de Aristóteles con unos simples gestos de mano. Platón indica con el índice hacia arriba, como si dijera: “el verdadero mundo está arriba, en el Mundo de las Ideas”. Mientras que su discípulo le replica con la mano abierta hacia el suelo, hacia la tierra: “No, todo surge de la physis, de la Naturaleza…”.

Como es sabido, Rafael se sirvió de los rasgos de algunos de sus contemporáneos más ilustres para retratar a algunos de estos miembros de la Escuela de Atenas: así Euclides presenta los rasgos del arquitecto Bramante; Heráclito, en el centro, justo antes de la escalinata, con el codo apoyado en el mármol, posee los rasgos de Miguel Ángel; Platón, con la túnica roja y el Timeo bajo su brazo izquierdo, posee los rasgos de Leonardo… ¿Acaso está sugiriendo Rafael que ellos son ahora lo que antes fueron aquellos? ¿Acaso está sugiriendo que en la época en la que le tocó vivir se retornó a los valores y modelos clásicos grecolatinos? ¿Acaso está sugiriendo que el presente en todo tiempo descansa sobre el pasado? Atenas, la luz de Atenas, es inextinguible, no declina nunca; si tuviéramos que devolver lo que le debemos a la llamada cuna de la civilización Occidental, como decía el cineasta Jean-Luc Godard, nunca terminaríamos de pagar la deuda.

El filósofo Benedetto Croce afirmó provocadoramente que “toda historia es historia contemporánea”. Es decir, siempre que interpretamos el pasado lo hacemos desde el presente, de modo que no es raro, sino al contrario, que al interpretar el pasado configuremos y reconfiguremos el presente del pasado, aplicando sobre el pretérito imperfecto categorías, horizonte de expectativas y prejuicios. ¡Pero cuidado con los anacronismos, tan frecuentes en la actualidad bajo el eclipse del conocimiento de la historia y las humanidades! Hay que evitar en la medida de lo posible proyectar sobre el pasado los valores predominantes del presente, puesto que eso no es ciencia, eso no es conocer de dónde venimos, el pasado histórico, sino embadurnarlo hasta límites caricaturescos.

En efecto, conocer el pasado histórico equivale en cierto modo a aproximarnos a la pregunta de dónde venimos. Si a estas alturas es imprescindible el conocimiento de la teoría de la evolución de las especies, de Darwin, teoría que ha sido revolucionaria y que ha afectado a numerosas disciplinas, como la neurología, la psicología, la sociología, la ética o la política, no lo es menos el conocimiento de la historia en los sentidos que apuntamos. Porque recuérdese que el ser humano se compone de naturaleza y cultura. Y precisamente gracias a esta última hemos podido liberarnos, hasta cierto punto, del influjo de la evolución natural sobre nuestra fisiología y desarrollar en secuencias de tiempo menos vastas capacidades que nos han permitido adaptarnos y sobrevivir de forma más humana y acaso civilizada.

Ciertamente, la historia puede considerarse la madre de las llamadas ciencias sociales o humanas, a pesar de que, como disciplina, reitero, no nació antes que la filosofía. Pues todas ellas, desde la filosofía, pasando por la economía, hasta el arte y la literatura, se desarrollan a lo largo de la historia. Y, de acuerdo con el aserto de Nietzsche, lo que posee historia no puede tener definición.

Pero al mismo tiempo la perspectiva del historiador, el punto de vista desde el que teje el curso de los acontecimientos, ordenando y “manipulando”, paradójicamente, el caos, el azar y la necesidad, no está exento de intereses, prejuicios y fines. De modo que se puede afirmar que la historia, explícita o implícitamente, contiene una dimensión filosófica. Y ya no sólo porque algunas de las concepciones más influyentes y sugerentes de la historia han sido escritas por filósofos como san Agustín, Vico, Hegel o Marx, entre otros.

En la Edad Media se usaba la expresión: “somos enanos a hombros de gigantes”. Parece mentira que nosotros tengamos una idea más inadecuada de la realidad histórica que algunos individuos de entonces. Y ello, principalmente, por dos razones: primero porque durante el Romanticismo se hipostasió hasta límites irracionales la idea de “genio”; segundo, porque durante el siglo XX nuestra relación con los medios de intoxicación de masas, a través de cuyos tentáculos percibimos el mundo, nos ha devuelto a la caverna de Platón, donde no sabemos con certeza qué es real y qué es apariencia, qué es ficción y qué es simulacro…

Mas lo gigantes no son –aunque en otro sentido quizá lo sean también– Sócrates, Platón, Aristóteles, Jesucristo, Leonardo, Miguel Ángel, Maquiavelo, Galileo, Descartes, Newton, Kant, Marx, Darwin, Nietzsche, Einstein… sino las tradiciones que en ellos confluyeron generando las condiciones de posibilidad para que ellos fueran quienes fueron y se fueran abriendo ventanas y puertas, y se fuese ensanchando la casa del mundo. En efecto, en las tradiciones está todo, hasta el punto de que, como decía Eugenio D´Ors, “lo que no es tradición es plagio”. Así, cuando Picasso –o quienquiera que sea– abre una grieta en una modalidad artística, inaugurando un nuevo estilo, una nueva manera de ver –el cubismo– es fruto de las tradiciones que ha recogido en su pincel y ha mezclado en su paleta (por lo pronto, en sus numerosos ensayos, se sirvió de Cézanne, “el padre de todos nosotros”, el Greco, el arte ibérico y las máscaras africanas, que había visto en Trocadero).

Las tradiciones no solo operan en el ámbito de la filosofía, las artes y la ciencia. El economista John Maynard Keynes nos advirtió que “los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto”[4]. En todo tiempo estamos recibiendo herencias, solo que del mismo modo que hay herencias enriquecedoras, hay herencias envenenadoras. ¿De qué se trata entonces? De expurgar y distinguir adecuadamente para cobrar conciencia de qué herencias recibimos, voluntaria o involuntariamente, y saber elegir con qué nos quedamos de esas múltiples tradiciones que arrastra la historia y que continuamente rompen en la orilla del presente.

Como escribiera Italo Calvino al final de Las ciudades invisibles: “El infierno de los vivos no es algo que está por venir; hay uno, el que ya está aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”[5]. Se aproxima bastante a lo que entendemos por persona culta. Una persona culta es la que, no ajena ni a la libertad ni a la responsabilidad, se cultiva en al menos un ámbito, a fin de obtener buenos frutos. Una persona culta, tal como la concebían los romanos y lo rememoraba Hannah Arendt, es “la que sabe elegir compañía entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado”[6].

Reconozco que a veces dudo acerca de si no sería preferible una asignatura sobre argumentación, ya que nos pasamos la vida argumentando, en lugar de Historia de la Filosofía. Pero en seguida reparo que si dudo lo hago dentro de la tradición socrática, o quizá dentro de la cartesiana, es decir, dudo en busca de una salida que nos lleve más allá de lo que hay, acaso en busca de una certeza que no se deja atrapar. Como indicaba Savater con su saludable sentido común, “la filosofía nos ayuda a convivir con las preguntas, no a responderlas definitivamente, pero esa convivencia con las preguntas nos enriquece, nos hace entender de una manera más completa (…) Si alguien le pregunta a un científico, por ejemplo, de qué está hecha el agua, el científico responde que es hidrógeno y oxígeno en una proporción determinada, y eso resuelve la pregunta. Mientras que si preguntamos qué es la libertad, todas las respuestas, que son muchas, no cancelan la respuesta. Las grandes respuestas de la filosofía no cancelan las preguntas filosóficas, sólo las ahondan y las ensanchan”[7].

Por otro lado, aunque en ocasiones haya a mi parecer una excesiva dependencia de los autores en Historia de la Filosofía, ¿no se trata de argumentar, de criticar tradiciones, costumbres, prácticas y valores que carecen de fundamento o bien no están a la altura de los tiempos? ¿No se trata de hacer uso público de la razón, tanto para criticar como para aprobar, tanto para disentir como para consensuar? ¿No se trata de aprender a reconocer?

Ciertamente, no se trata de aprender filosofía –qué es eso, dónde está–, sino aprender a filosofar, como quería Kant; entendiendo filosofar como razonar públicamente, argumentar, criticar, someter cualquier saber al tribunal de la razón a fin de que nos siga liberando de supersticiones, pseudoconocimientos, costumbres y temores sin fundamento, así como para construir un espacio –planeta–  cada vez más habitable y acogedor. Filosofar consiste, como lo resumía de forma casi insuperable Hans-Georg Gadamer: “En escuchar lo que nos dice algo, y en dejar que se nos diga, reside la exigencia más elevada que se propone al ser humano. Recordarlo para uno mismo es la cuestión más íntima de cada uno. Hacerlo para todos, y de manera convincente, es la misión de la filosofía”[8].

Hasta el momento hemos insistido en trazar diferencias entre la historia de la Historia de la Filosofía y la historia de la Historia y, en menor medida, en compararla con las respuestas de las ciencias naturales. En cambio, apenas hemos hecho hincapié en las similitudes que guarda con la Historia de la Literatura y el Arte. Ambas son lenguajes y, en tanto que lenguajes, comprensión; ambas son expresiones y, por lo tanto, interpretación, comunicación. Es sabido que durante el juicio a Sócrates, cuando le preguntan si es realmente el más sabio de los ciudadanos de Atenas, Sócrates, de manera humilde, responde: simplemente me dediqué a seguir el precepto que aparecía en el frontispicio del Oráculo de Delfos: “Nosce te ipsum” (conócete a ti mismo).

La filosofía, al igual que la literatura, es conocimiento de sí. Pero este conocimiento de sí es hasta cierto punto inseparable del conocimiento del otro, de los otros. Quizá la literatura más que la filosofía trata de decirnos cómo son Juan y María, pero la aspiración última de ambas no es hablarnos únicamente de Juan y María, sino a través de un razonamiento inductivo que eleve lo particular a universal de la condición humana, esa que todos compartimos en tanto que pertenecemos a una misma especie. Pero, ¿cuál es el fin de conocerse a sí mismo? Se podría considerar un fin en sí mismo, pues no pasamos la vida intentándolo y nunca llegamos del todo, “tan profundo es el logos de nuestra alma”, como decía Heráclito. Sin embargo, el conocimiento de sí ha de implicar mejor cuidado de sí mismo. Y esto, aun siendo otro fin en sí mismo, repercute en el cuidado de los otros. De esta manera se entrelazan la antropología y la epistemología, la ética y la política.

Este es otro rasgo característico del saber filosófico: su interdisciplinariedad o, si se prefiere, su capacidad de abarcar desde la antropología –¿qué somos, cómo somos? – pasando por la epistemología –¿qué podemos conocer? –, hasta la ética y la política –¿cómo debemos y queremos vivir y convivir? – No hay otra disciplina que afecte de forma tan radical, íntegra y medular a estas esferas del conocimiento y de la acción.

Pero vayamos concluyendo de una vez por fin, si es posible. Decíamos al comienzo: ¿Qué tiene la filosofía que no tengan otras? Como es bien sabido, desde Aristóteles a algún miembro de la Escuela de Frankfurt, pasando por Schopenhauer y Heidegger, entre otros, a la filosofía no le importa tanto el tener como el ser; porque lo que se tiene se puede perder en cualquier momento, pero lo que se es, eso es tan esencial como constitutivo, tan irrenunciable como insustituible. Por eso sería conveniente reformular el título: ¿Qué es ella, la filosofía, que no sean las otras? Es la madre, si no de todas, de muchas ciencias, y al mismo tiempo es la hija rebelde que dice en todo tiempo “no”, pero no por gusto, sin razón o capricho, sino para ampliar los márgenes de la razón y de la libertad, para que no se caiga el telón de la historia, para que no olvidemos que no ha terminado ni nunca terminará el diálogo mientas perduren los seres humanos por el planeta.

[1] Dante, Divina Comedia, trad. Abilio Echeverría, Madrid, Alianza, 2013, p. 630.

[2] Aristóteles, Poética, 1451b, Alicia Villar, Madrid, Alianza, 2004, p. 56.

[3] Roger Chartier, Escuchar a los muertos con los ojos. Lección inaugural en el Collège de France, trad. Laura Fólica, Madrid, Katz, 2008, p. 17.

[4] J. M. Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, trad. Eduardo Hornedo, Barcelona, RBA, 2004, p. 398.

[5] I. Calvino, Las ciudades invisibles, trad. Aurora Bernárdez, Madrid, Unidad editorial, 1999, p. 117.

[6] H. Arendt, “La crisis en la cultura: su significado político y social”, reunido en Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política, trad. Ana Poljak, Barcelona, Península, 2003, p. 345.

[7] Entrevista publicada en Fahrenheit XXI, Málaga, Junio-Agosto 2014, p. 9.

[8] H-G. Gadamer, “La misión de la filosofía, reunido en La herencia de Europa. Ensayos, trad. Pilar Giralt Gorina, Barcelona, Península, 2000, p. 156.

Sebastián Gámez Millán

Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981) es licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Es jefe del Departamento de Filosofía del IES Valle del Azahar (Estación de Cártama). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara.

Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 350 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018), Meditaciones de Ronda (Anáfora, Málaga, 2020) y Cuanto sé de Eros. Concepciones del amor en la poesía hispanoamericana contemporánea (UNED, Madrid, 2022). Ha colaborado con artículos en más de quince libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009). Ha ejercido de comisario de la exposición “Cristóbal Toral: una aventura creadora” (2022), en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, y ha escrito sobre numerosas exposiciones.

Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Cuadernos Hispanoamericanos, Descubrir el Arte, Claves de Razón Práctica, Café Montaigne. Revista de Artes y Pensamiento, Homonosapiens, Sur. Revista de Literatura, MAE (Museo Andaluz de la Educación)…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cinco premios de ensayo, cuatro de poesía y uno de microrrelatos, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) y la Beca de Investigación Miguel Fernández (2019).