No sé si la voluntad política de hacer desaparecer las matemáticas de las aulas de algunos cursos guarda alguna relación con los bailes de cifras de muertos por el coronavirus en España. En todo caso la pretensión del Ministerio de Educación de eliminar Matemáticas como asignatura obligatoria en las ramas del Bachillerato de Ciencias y Tecnología y en la de Ciencias Sociales y Humanidades, según consta en el texto de la Ley Orgánica de Educación (LOMLE), actualmente en curso de tramitación en el Congreso de los Diputados, me parece profundamente desacertada.

Ojalá no se termine el estudio y conocimiento de las Matemáticas en estas fases educativas cruciales, pues sin duda mutilaría gravemente la formación y educación de nuestros alumnos y ciudadanos. Me alienta que más de dos docenas de sociedades científicas manifestaran el 4 de mayo su desacuerdo contra esta desafortunada ocurrencia política, razón por la que la ministra Celaá, que no es la primera vez que propone una controvertida ley educativa, decidió crear un comité de matemáticos para reconfigurar la asignatura. Sigamos recortando contenidos, a ver dónde llegamos.

Confieso que no soy matemático, sino profesor de Filosofía, y que mi competencia en la primera me avergüenza: cuánto me hubiera gustado haber aprendido más de esta disciplina en su debido momento. Pero sé lo suficiente como para reconocer que las Matemáticas son una asignatura fundamental en el desarrollo de cualquier persona libre.

Siempre he dudado de la metáfora de Galileo de acuerdo con la cual la naturaleza es un libro escrito en caracteres matemáticos, concepción que si no me equivoco se remonta en Occidente a Pitágoras y su escuela filosófica, que identifican la realidad con los números. A decir verdad, nunca he visto el 4, el 7 o el 9 en la naturaleza, no digamos ya el 0.

Pero eso no significa que los números y las Matemáticas no nos permitan descifrar, al menos desde ciertas perspectivas, eso que llamamos realidad. La realidad física tampoco está compuesta de signos, no otra cosa es el lenguaje verbal, y sin embargo la comprendemos, la interpretamos, la conocemos y la comunicamos a través de ellos. Descartes distinguió tres tipos de sustancias: la sustancia extensa, que son todos los cuerpos, toda la materia que nos rodea y somos desde un punto de vista físico; la sustancia pensante, que es el pensamiento o el yo; y la sustancia infinita, que es Dios.

Dejando al margen a esta última, que es una hipótesis todavía no verificada ni falseada, y a la segunda, que no viene ahora al caso, las matemáticas nos sirven para medir y pesar, para cuantificar todo fenómeno que puede ser calculado. ¡Cuántos de estos cálculos necesitamos diariamente! Y mientras mayor sea nuestra competencia matemática, mayor capacidad para resolver o afrontar problemas. Como señalaba José Manuel Sánchez Ron, “la matemática es un instrumento imprescindible para un conjunto innumerable de disciplinas, prácticas y profesiones, bien sean científicas (la física a la cabeza), tecnológicas o sociales”.

Desde una perspectiva antropológica, la numeración debió de haber surgido a partir de la necesidad de representar de forma simbólica las cantidades. Dado que nuestro cerebro identifica, compara y distingue lo que percibimos a nuestro alrededor, podemos realizar operaciones matemáticas que nos permiten calcular, predecir y anticipar con ciertos márgenes de error.

A medida que avanza la tecno-ciencia calculamos y predecimos de manera cada vez más precisa. Gracias a ello nos organizamos y prevenimos de modo más eficaz, seguro y responsable. A mayor conocimiento, menor incertidumbre, si bien probablemente nunca conseguiremos hacer desaparecer la incertidumbre. Por eso siempre temeremos a la naturaleza, a la que hemos domesticado bastante, pero a la que no hemos ni lograremos por completo gobernar.

En la Historia de la Filosofía las matemáticas ocupan un lugar esencial. La lógica es imprescindible para el pensamiento del mismo modo que para las matemáticas. “Los filósofos han sostenido por lo común que las leyes lógicas, que sirven de base a las matemáticas, son leyes de pensamientos, leyes que regulan las operaciones de nuestros cerebros”.

Los griegos empleaban el término “logos”, de una escurridiza polisemia. Se ha traducido como “palabra”, “lenguaje”, “razón” o “ley”. La naturaleza se rige por unas desconocidas leyes, y nosotros, a través de la razón, que no es sólo lingüística, sino además matemática, debemos procurar conocerla para adaptarnos y sobrevivir de la mejor manera posible.

Hemos mencionado a Pitágoras, una influencia decisiva en Platón, quien indica en su Academia que no entre nadie que no tenga conocimientos matemáticos. En el interior de la caverna todo es sensible, cambiante y pasajero, de manera que bajo esas condiciones es imposible la ciencia. En cambio, en el mundo de las Ideas estas son eternas e inmutables. Con los números sucede algo semejante: consiguen mantenerse firme en medio de la corriente del tiempo.

Siglos más tarde un autor al que a continuación retomaremos escribirá: “Las matemáticas son una censura perpetua de ese escepticismo, pues el edificio de sus verdades se mantiene firme e inexpugnable ante todos los asaltos del cinismo incrédulo”. Tarde o temprano acaban acometiéndonos las dudas y el escepticismo, después de todo ineludibles, a menos que abracemos el dogmatismo, que quizá sea más peligroso. Ante tales vaivenes de la razón, las matemáticas nos ofrecen un terreno estable, aunque carezca de fundamento último (Gödel). Y nos permiten desarrollar experiencias intersubjetivas, esto es, experiencias que podemos compartir cualquier ser humano, independientemente de su cultura. En este sentido es un lenguaje universal o, si se prefiere, universalizable.

También para Aristóteles la lógica es fundamental, al igual que para Descartes, inventor de las coordenadas cartesianas; o para Pascal, o para Leibniz, descubridor, a la par que Newton, del cálculo infinitesimal. Y lo es, dentro de esta visión panorámica, para Bertrand Russell, que era filósofo, pero a la vez lógico y matemático, y eso no le privó de recibir el Premio Nobel de Literatura.

En su Autobiografía cuenta que, a los diecisiete años, cuando se encontraba preparando los exámenes de ingreso en la Universidad de Cambridge, estuvo a punto de suicidarse, y no lo hizo “porque deseaba saber más matemáticas”. Al amparo de leyes educativas cada vez más permisivas y condescendientes, no será fácil encontrar alumnos con semejante inquietud intelectual.

“A la edad de once años empecé a estudiar geometría, teniendo por preceptor mi hermano. Fue uno de los grandes acontecimientos de mi vida, tan deslumbrante como el primer amor. Jamás había imaginado que pudiera haber algo tan delicioso en el mundo… Desde aquel momento hasta que Whitehead y yo concluimos Principia Mathematica, cuando yo tenía treinta y ocho años, las matemáticas acapararon mi principal interés y constituyeron mi principal fuente de felicidad”.

¿Cuál es el valor de las matemáticas? Lo escribo así, en plural, porque intuyo que, al igual que las demás disciplinas cognitivas están vinculadas entre sí, hay partes que son inconmensurables, lógicas que no se pueden reducir a otras. En un mundo donde los criterios económicos suelen prevalecer sobre los otros es difícil no recurrir a valores instrumentales. De hecho, en un ensayo sobre “El estudio de las matemáticas”, Bertrand Russell recordaba que “la respuesta habitual que se da a los que investigan el objetivo de las matemáticas es que facilitan la construcción de máquinas, el desplazamiento de un lugar a otro y la victoria militar o comercial sobre otras naciones”.

Naturalmente, estos son valores instrumentales. En un mundo donde los valores éticos y estéticos son con frecuencia eclipsados o sepultados por los precios sin duda se tendrá a estos por encima de aquellos. Russell no se dejaba sobornar tan fácilmente, de modo que consideraba que “éstos no son los fines, todos ellos de dudoso valor”. ¿Hay algo más valioso que una victoria militar o comercial sobre otras naciones? Tal vez no alcance el mismo precio, pero sin ninguna duda existen fines más valiosos, aunque no nos encontremos en una época propicia para reconocerlo.

Y Russell no es el único que así lo pensaba. Otro de los más destacados matemáticos del siglo XX, Henri Poincaré, mantuvo que “es suficiente abrir los ojos para ver que las conquistas de la industria, que han enriquecido a tantos hombres prácticos, no habrían jamás existido si estos hombres prácticos hubieran estado solos, si no les hubieran precedido locos desinteresados que murieron pobres, que no pensaron jamás en la utilidad y que, sin embargo, tenían otra guía además de su solo capricho”.

Acerca de “La utilidad de los conocimientos inútiles”, sugiero el texto de Abraham Flexner, incluido en La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine. Flexner, que fundó varias escuelas y participó en la creación del Institute for Advanced Study de Princeton, y cuyos trabajos ejercieron una notable influencia en la enseñanza de las ciencias en Estados Unidos y Europa, no era de mirada estrecha, simplificadora, reduccionista y cortoplacista, como una parte de los “pedabobos” actuales, sino de amplias y largas miras. Al igual que Russell o Poincaré, sabía que lo que en principio es inútil puede volverse con el tiempo profundamente útil, incluso valioso. Sólo requiere invertir en ello y dejarlo madurar, ya se encontrarán aplicaciones prácticas.

Según Russell, las matemáticas “nos llevan a la región de la necesidad absoluta, a la que debe ajustarse no sólo el mundo real, sino cualquier mundo posible; e incluso aquí construyen una morada, o más bien encuentran una morada eterna donde nuestros ideales quedan completamente satisfechos y no se desbaratan nuestras mejores esperanzas”. ¿No recuerda de nuevo al mundo de las Ideas de Platón? ¿Y no es acaso este una utopía?

Dadas las confusiones y malentendidos que giran en torno al concepto “utopía” conviene que lo definamos. Etimológicamente significa “no lugar”, algo que no existe, pero que puede llegar a existir a fin de mejorar lo que hay actualmente. Se diría que el ser humano es un animal utópico con un pie hincado en la realidad sensible y otro traspasándola, sobrevolándola gracias a la dimensión creadora del conocimiento. La historia es el laboratorio donde tienen lugar estos ensayos y experimentos.

Añade Russell que “sólo cuando comprendemos perfectamente nuestra completa independencia con respecto a nosotros mismos, que pertenece a ese mundo descubierto por la razón, podemos darnos cuenta cabal de la profunda importancia de su belleza”. Se refiere, claro está, a la belleza de las matemáticas, belleza que una vez más tendríamos que conjugar con la palabra verdad, como hacía John Keats.

El ser humano es un ser fronterizo, un ser poético que, al crear y transformar la materia, se moldea y esculpe a sí mismo (autopoiesis), concediéndole momentánea forma y sentido al mundo y, por reciprocidad, a sí mismo, siempre en busca de un horizonte que conforme nos vamos acercando se va alejando: ¿no reside, precisamente, en esa búsqueda sin término hacia algunas de las más bellas creaciones y utopías que ha soñado el ser humano la dignidad de éste? No en conseguirlas, sino en buscarlas, no en la posada, sino en el camino.

Otro de los más brillantes matemáticos del siglo XX, David Hilbert, lo planteó, en otros términos: “La cuestión del infinito, lejos de concernir tan solo a los intereses de disciplinas especializadas, concierne a la dignidad misma del espíritu humano”. En suma, el horizonte infinito de las matemáticas es una metáfora de lo utópico, de lo que aún no existe, pero puede llegar a existir por medio del arte, la literatura, la filosofía y las ciencias, las cuales dependen para su desarrollo de las matemáticas, que es la ciencia lógica y formal por antonomasia. ¿A eso estamos dispuestos a renunciar en la educación y formación de nuestros alumnos y ciudadanos?

Sebastián Gámez Millán

Sebastián Gámez Millán (Málaga, 1981) es licenciado y doctor en Filosofía por la UMA con la tesis La función del arte de la palabra en la interpretación y transformación del sujeto. Ejerce como profesor de esta disciplina en el IES “Valle del Azahar” (Cártama Estación). Ha sido profesor-tutor de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea y de Éticas Contemporáneas en la UNED de Guadalajara.

Ha participado en más de treinta congresos nacionales e internacionales y ha publicado más de 200 artículos y ensayos sobre filosofía, antropología, teoría del arte, estética, literatura, ética y política. Es autor de Cien filósofos y pensadores españoles y latinoamericanos (Ilusbooks, Madrid, 2016), Conocerte a través del arte (Ilusbooks, Madrid, 2018) y Meditaciones de Ronda (Anáfora, Málaga, 2020). Ha colaborado con artículos en quince libros, entre los cuales cabe mencionar: Ensayos sobre Albert Camus (2015), La imagen del ser humano. Historia, literatura, hermenéutica (Biblioteca Nueva, 2011), La filosofía y la identidad europea (Pre-textos, 2010), Filosofía y política en el siglo XXI. Europa y el nuevo orden cosmopolita (Akal, 2009). Ha ejercido de comisario y escrito para numerosas exposiciones de artes.

Escribe habitualmente en diferentes medios de comunicación (Descubrir el Arte, Café Montaigne. Revista de Artes y Pensamiento, Homonosapiens, Claves de Razón Práctica, Cuadernos Hispanoamericanos, Sur. Revista de Literatura…) sobre temas de actualidad, educativos, filosóficos, literarios, artísticos y científicos. Le han concedido cinco premios de ensayo, cuatro de poesía y uno de micro-relatos, entre ellos el premio de Divulgación Científica del Ateneo-UMA (2016) por Un viaje por el tiempo, y la Beca de Investigación Miguel Fernández (2019, UNED) por Cuanto sé de Eros. Concepciones del amor en la poesía hispanoamericana contemporánea, que debe ver la luz a finales de 2020.